Curso de Historia de la Iglesia en México y en América Latina

El presente espacio es un lugar de encuentro académico para quienes analizan el tema de la historia de la Iglesia en el Continente americano. El interés es realizar un análisis cuidadoso de los acontecimientos que introdujeron el cristianismo a partir de la conquista española, portuguesa y británica en el siglo XVI y que paulatinamente se constituyeron en instauradores de las instituciones eclesiales.

martes, 16 de febrero de 2010

TEOLOGÍA EN LOS ALBORES DE LA IMPLANTACIÓN CRISTIANA EN AMÉRICA

Leer el siguiente texto y comentarlo en equipo elaborando una síntesis crítica. Entregar los comnetarios por escrito, sea en el presente Blog o en hoja aparte (fecha de realización: jueves 18 de febrero de 2010). Buen trabajo.



LOS GRANDES TEMAS DE LA TEOLOGÍA COLONIAL LATINOAMERICANA HASTA 1810


Josep-Ignasi SARANYANA


1. Cuestiones preliminares

Hubo mucha y buena teología en la América colonial[1]. Es bueno recordarlo cuando ha comenzado la preparación de la V Conferencia General, porque no se empieza de cero; se construye sobre una base sólida y firme, que ha acumulado excelentes resultados y también muchas fatigas durante cinco siglos.

Como se ha discutido tanto sobre la originalidad y la especificidad de la teología hispano-lusoamericana, empecemos con un pequeño excursus introductorio.

a) El genuino sabor latinoamericano

Un colega español ha escrito, en relación con la filosofía de América Latina, que su recorrido histórico ha consistido en "una búsqueda incesante de la identidad". Destacar, como señala este mismo colega y otros muchos, que "la filosofía se dice […] de muchas maneras", y que "una de ellas, y no en último lugar, es la filosofía al modo latinoamericano"[2], puede que sea acertado para la filosofía, pero no lo es, desde luego, para la teología que aquí se hizo, al menos en el ciclo colonial. La pretensión de escribir una teología genuinamente latinoamericana fue ajena al horizonte mental de los teólogos del ciclo colonial[3].

La cuestión de la especificidad de la teología colonial americana está ausente del famoso debate de 1550 sobre la capacidad religiosa de los indígenas americanos, mantenido en Salamanca por Juan Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas; no aparece en la enérgica reacción de los criollos novohispanos y de otros a la famosa carta del deán alicantino Manuel Martí, publicada, desde 1735, que negaba la capacidad científica de los americanos; ni la hallamos tampoco en los posteriores escritos de los algunos expulsos jesuitas hispanoamericanos, durante su exilio italiano, al intervenir en la "disputa sobre el Nuevo Mundo", diatriba que había sido suscitada por Corneille de Paw, Guillaume-Thomas Raynal y William Robertson. Estas sumarísimas consideraciones, que son más bien flashes, sugieren que la "cuestión latinoamericanista" ha sido más bien una cuestión tardía, una pregunta "romántica" en el sentido técnico del término, una Frage post-ilustrada, un argumento moderno. No obstante, el asunto ha alcanzado tal relieve en las últimas décadas, que no puede soslayarse, al menos como punto de partida.

Cabe, pues, como hipótesis de trabajo demandarse si hubo una teología genuinamente latinoamericana durante los siglos coloniales. Y, en consecuencia, resulta ineludible, tanto si la hubo como si no la hubo, señalar los principales trazos del devenir teológico del Nuevo Orbe, porque la verificación o falsación del aserto sólo es posible desde el texto mismo y desde su historia.

b) Periodización

El ciclo colonial se puede dividir en períodos que, sin solución de continuidad, tuvieron características propias.

He aquí la periodización que les propongo: primero la teología fundante, que abarca desde los inicios hasta 1565[4]; seguidamente la recepción de Trento hasta la eclosión de la teología académica barroca americana hacia 1621; a continuación el reinado de la escolástica barroca hasta la injustificable expulsión de la Compañía de Jesús, acaecida en 1767; solapándose con la teología barroca los primeros atisbos de ilustración; y por último la teología propiamente ilustrada, que se extiende durante la segunda mitad del XVIII, hasta los primeros gritos de independencia. En consecuencia, cinco etapas, que paso a detallar.

2. La primera etapa: la teología fundante

El primer ciclo teológico abarca –a mi entender– desde los inicios de la evangelización hasta la primera recepción de Trento, excluida ésta, es decir, entre 1493 y 1565. En este ciclo hallamos varios temas recurrentes, que monopolizaron la atención de los académicos y de los pastoralistas.

Ante todo la inculturación de los artículos de la fe cristiana en las culturas amerindias. Comenzó en el marco del mundo taíno o de las grandes Antillas. Aquí destacó el ermitaño jerónimo Ramón Pané. Vino poco después la inculturación en las culturas nucleares de los valles centrales mexicanos y en el Yucatán; y en el Incario, sobre todo en el altiplano andino (mundo quechua y aymará) y en las estribaciones más meridionales guaraníes. En todos los casos, los misioneros se inspiraron en modelos tradicionales, ensayados en Europa en la evangelización medieval de los germanos y en la evangelización de los guanches canarios y los moriscos granadinos. Esta etapa de inculturación fue de gran riqueza creativa, de importante recogida de materiales etnográficos y, sobre todo, de fijación de las principales lenguas autóctonas, que era ágrafas todas ellas, aunque algunas se hallaban en el pasaje de los ideogramas o glifos a la escritura silábica.

La catequesis se centró primeramente en la enseñanza de la creación como atributo operativo de la divina esencia, en la explicación de la justicia divina (una justicia compatible con la misericordia y el perdón) y en la escatología tanto individual como cósmica. Poco a poco entraron más artículos de la fe, sobre todo el misterio de la redención obrada por Cristo y la sacramentología[5].

Se abordaron también otras cuestiones. Se debatió, por ejemplo, sobre la preparación que debía requerirse a los amerindios para la lícita administración del bautismo. También se discutió si para la validez era necesario creer en la mediación de Jesucristo. Esta curiosa cuestión, tan central el dogma católico, se había introducido por culpa de la sorprendente distinción entre la justificación inicial y segunda justificación o glorificación. La justificación primera –decían algunos teólogos salmantinos– sería por la sola fe en Dios, mientras que la justificación segunda y definitiva, por la fe en la mediación de Cristo. Aquí se batieron los teólogos americanos, sobre todo José de Acosta (ya de regreso en la metrópoli), con los teólogos de Salamanca…y obviamente ganaron los americanos.

Como ya es sabido, se reflexionó también sobre la capacidad de los amerindios para los otros dos sacramentos de la iniciación cristiana (especialmente la Eucaristía); sobre la inseparabilidad entre fides et mores, como seña de identidad de una vida auténticamente cristiana; sobre la oportunidad de ordenación in sacris de los amerindios; sobre los justos títulos de conquista y la moralidad de la encomienda; sobre la licitud de la guerra contra los chichimecas y otras guerras similares en distintas latitudes; etc.

3. La segunda etapa: la recepción de Trento

La recepción tridentina en Hispanoamérica, por obra de los segundos concilios mexicano (1565) y limense (1567-68) y, sobre todo, por los terceros limense (1582-83) y mexicano (1585), tuvo cuatro vertientes: la importante sacramentalización impuesta por Trento, la unificación catequética producida por publicación del espléndido Catecismo para párrocos (1566), la uniformidad litúrgica derivada de la adopción del nuevo Misal romano de San Pío V (1570) y del Ritual de 1614, y la reforma de la disciplina matrimonial y de la vida de los clérigos.

La creación de las dos Universidades mayores, en 1551, y de los seminarios diocesanos o conciliares, desde 1569, constituyen hitos fundamentales en el desarrollo de la vida teológica hispanoamericana. (Entre tanto, en Lusoamérica las cosas se movían con mucha lentitud, casi con un siglo de retraso, de modo que la recepción de Trento no se produciría hasta los primeros años del siglo XVIII, contemporáneamente con los primeros chispazos ilustrados)[6].

La inmediata teología académica postridentina hispanoamericana se cultivó en los estudios de las Órdenes religiosas, muy particularmente en el Colegio Máximo de San Pedro y San Pablo, de México, y en las dos Universidades mayores de Lima y México.

En la Nueva España, los jesuitas tuvieron teólogos destacados en su Colegio Máximo, como Pedro de Ortigosa, teólogo ecléctico, y Diego de Santisteban, tomista convencido.

En la Universidad Real y Pontificia de México y en la de San Marcos de Lima hubo también teología desde 1551, más especialmente en la mexicana, con tres destacados maestros: el agustino Alonso de la Vera Cruz y los dominicos Bartolomé de Ledesma y Pedro de Pravia. Los tres estuvieron interesados por la inculturación de la fe y la justicia social (el pago de los diezmos), ofrecieron planteamientos novedosos en el tema de los justos títulos y se interesaron por la teología sacramental. Los tres teólogos mencionados estuvieron familiarizados con el marco geográfico y cultural americano, denunciaron los repartimientos de indios, condenaron –a su manera– la esclavitud de los indígenas americanos, aceptaron la esclavitud de los afroamericanos y de los indios capturados en guerra justa, y mantuvieron actitudes beligerantes en las formas de organización eclesiástica y en la cuestión de la exención.

En San Marcos de Lima la actividad académica anduvo, al principio, más remisa. Al comienzo estuvo regentada por los dominicos. Pronto tuvo que competir San Marcos con el Colegio Máximo de la Compañía y después con el Colegio de San Martín, de patrocinio real. Uno de los teólogos más destacados fue Juan Pérez de Menacho, del que se han conservado en Colombia, después del incendio de la Biblioteca Nacional de Lima, algunos tratados inéditos comentando la Summa theologiae.

De todo lo dicho se puede concluir que los temas teológicos fueron los que se discutían en Europa, sobre todo en Salamanca y Alcalá, con coloraciones propias, salvo la cuestión de la encomienda indígena, que en la metrópoli no se discutía desde las revueltas de los campesinos del siglo XV. Como se sabe, las guerras civiles hispánicas de mediados del siglo XV se mezclaron con fuertes reivindicaciones sociales. Los Reyes Católicos, en la Sentencia arbitral de Guadalupe de 1486, liberaron a los hermandinos gallegos y a los remensas catalanes, que eran verdaderos siervos de la gleba[7], para obtener la colaboración en el sometimiento de la nobleza latifundista. En Castilla las cosas corrieron más despacio. (No se olvide, porque es importante, que fueron castellanos los principales colonizadores de América, que trasladaron al Nuevo Mundo los usos castellanos de explotación de la tierra).

4. La tercera etapa: el esplendor de la teología barroca

Para comprender el auge de la escolástica barroca americana hay que referirse a un acontecimiento que no siempre ha sido destacado por la historiografía. El rey Felipe III pidió a la Santa Sede, en 1617, el privilegio de Universidad para los estudios de los dominicos en Santiago de Chile y Bogotá. Pablo V (1605-1621) concedió el privilegio el 11 de marzo de 1619, por el breve Carissimi in Christo, determinando que los colegios o centros de formación americanos, tanto de la Compañía como de los dominicos, pudieran otorgar grados con tal de que: a) el colegio estuviera ya formado; b) quedara a más de doscientas millas de la Universidad Real más próxima; c) los estudios no durasen menos de cinco años; y d) que los graduandos hubieran sido aprobados por el rector y el catedrático o maestro de dicho colegio. Pablo V determinó, además, que los grados no tendrían valor fuera de las Indias.

En 1621, Gregorio XV amplió la validez de los grados a todo el mundo. Las Universidades de los jesuitas y dominicos que se erigiesen conforme al breve pontificio fueron, por ello, sólo Universidades conventuales o pontificias, es decir, no reales, como lo eran la de México y la de San Marcos de Lima. Al amparo de la bula se crearon en Bogotá la Universidad de Santo Tomás y la Universidad Javeriana[8]; la Universidad de San Gregorio en Quito; la Universidad de Córdoba del Tucumán; la Universidad de Santo Tomás y la Universidad jesuita en Santiago de Chile; y la Universidad de Santo Tomás en Manila. Hubo, además, en los distintos reinos, otros colegios que alcanzaron gran relieve teológico, regentados por agustinos, franciscanos y mercedarios, aunque ninguno de ellos obtuvo el rango universitario.

Los cursos que hemos consultado proceden mayoritariamente de centros académicos jesuitas. Esto supone una evidente limitación al trazar una panorámica de la teología americana, aunque es innegable que la teología de los jesuitas fue el elemento clave en el mundo teológico americano. Si se han conservado más es que, con toda probabilidad, porque hubo más. Los líderes de la escolástica barroca fueron los ignacianos, que sólo muy parcialmente se incorporaron al movimiento pre-ilustrado de comienzos del siglo XVIII. Por ello, los códices que hemos manejado revelan que el probabilismo tuvo siempre un tratamiento destacado y minucioso, como también lo tuvo, como tratado autónomo, el estudio de la conciencia moral. Todo esto era jesuítico y, por influjo de la Compañía, constituyó una invariante de la teología escolástica barroca americana, porque los contradictores, para rebatirlo, también le concedieron una extensión desorbitada. Tal vez por la influencia de los jesuitas, tradicionales enemigos del jansenismo teológico, éste no tuvo en América la importancia que adquirió en Europa. En América, en efecto, no hemos hallado trazas importantes de jansenismo, ni ecos notables de la discusión antijansenista, antes del extrañamiento de los jesuitas.

Por contradecir a los jesuitas, que se apartaban de Aquino, los jansenistas europeos se apuntaron al tomismo, de modo que ellos serían un importante apoyo —en este punto— para los intereses de la reforma auspiciada por el papa Benedicto XIV desde 1740. Este debate pasó de Europa a América, donde las trifulcas entre dominicos y jesuitas a propósito del tomismo de los ignacianos fueron constantes. Un episodio largo y doloroso tuvo lugar en Bogotá, enfrentando a los maestros de la Universidad de Santo Tomás con los catedráticos de la Universidad Javeriana. El asunto terminó con la edición de una obra notable, por su tamaño y erudición, preparada por el javeriano Juan Martínez de Ripalda (no confundir con su homónimo y correligionario, que nunca viajó a América), titulada De usu et abusu doctrinae Divi Thomae. Con ella, Ripalda quería probar que en la Javeriana se seguía puntualmente la doctrina del Aquinate y lograr, de este modo, desencallar el proceso de aprobación definitiva de la Universidad. Logró esto, pero probó justamente lo contrario, porque lo que él enseñaba —interesante por muchos conceptos— no era Santo Tomás, sino la quintaesencia de la escolástica barroca: una filosofía surgida del Bajo Medievo, sobre todo de Juan Duns Escoto, y repensada a la luz de la inteligente síntesis de Francisco Suárez. El Ripalda javeriano, que merece contarse entre los pensadores importantes del XVII, sostuvo también una sugerente discusión sobre la naturaleza del conocimiento, en diálogo con los presupuestos de la ilustración inglesa y alemana de la época.

En la Universidad de San Marcos destacó Alonso Briceño, chileno de nacimiento, franciscano de hábito, educado en Lima, donde enseño quince años, consagrado obispo de Nicaragua, que pasó finalmente a Caracas, donde falleció. La enseñanza de Briceño tuvo una influencia notable, aunque quizá no tanta como ha pretendido David García Bacca. Fue maestro de catedráticos, entre ellos del jesuita javeriano Martín de Iturralde y Eussa, a quien ordenó en Panamá y con quien convivió por algún tiempo. En todo caso, no es descabellado atribuir el carácter ecléctico de la escolástica barroca americana tanto a Escoto, vía Briceño, como al suarismo importado por los jesuitas.

5. Los aires preilustrados

Al tiempo que, sin excepción, se consolidaba la escolástica barroca en las dos Universidades reales, en las pontificias y en las escuelas de los institutos religiosos, los nuevos aires filosóficos que cruzaban el Atlántico, procedentes de Europa, despertaban cada vez una atención mayor. El atomismo de Pierre Gassendi, la noción cartesiana de extensión y espacio, la psicología del mismo René Descartes, las tesis deístas de Pierre Bayle, las nuevas propuestas matemáticas de Gottfried W. Leibniz y tantas otras corrientes eran tomadas en consideración. En algunos desarrollos teológicos novohispanos hallamos ya interesantes diálogos con el pensamiento moderno, sobre todo en los escritos de Sor Juana Inés de la Cruz, Carlos de Sigüenza y Góngora, Juan José Eguiara y Eguren, en la correspondencia de los jóvenes jesuitas Francisco José Clavijero y Francisco Javier Alegre, y en las clases que se impartían en el Oratorio mexicano de San Felipe. Con todo, la asimilación del pensamiento moderno fue superficial, de modo que el historiador Bernabé Navarro ha podido referirse a este movimiento preilustrado como "investidura de lo moderno con lo antiguo". Los teólogos americanos de finales del XVII y de primeros del XVIII no advirtieron que lo nuevo no casaba sin más con lo antiguo, porque los planos de análisis eran distintos. Se trataba del delicado asunto del objeto formal motivo, que tantas veces no se ha tomado del modo debido. No es lo mismo un análisis físico del espacio que un análisis metafísico de la materia.

En todo caso, la teología barroca no se alteró demasiado por el influjo de la nueva filosofía.

6. La expulsión de los jesuitas y el apogeo de la teología ilustrada americana

A lo largo del siglo XVIII advertimos tres movimientos de reforma, que confluyeron poco a poco: la reforma preconizada por la Congregación de Propaganda Fide, la reforma propiciada por el papa Benedicto XIV y la reforma impulsada por Carlos III y sus ministros. Las tres corrientes pretendían objetivos semejantes, pero con distintos medios y con justificaciones poco claras en el último de los casos. Las tres reformas, además, adquirieron una sorprendente vitalidad después de la injusta expulsión de la Compañía en 1767.

Coincidían las tres reformas en su intento de "diocesanizar" la organización eclesiástica indiana, en promover el tomismo teológico y filosófico, en recuperar los análisis históricos y lingüísticos, en mejorar el nivel académico de las casas de estudios, en reponer la observancia de ambos cleros y, muy especialmente, en reordenar la vida cenobítica femenina, muy relajada por aquellos años.

El regalismo carolino se tomó muy en serio el control de la Iglesia in temporalibus, respetando, evidentemente, las disposiciones eclesiásticas relativas al fuero espiritual, aunque no siempre. Esto supuso un control de la corona sobre la Iglesia que hoy no toleraríamos. No ocurrió sólo en los reinos hispánicos, sino también en Francia, Portugal y en el Imperio. Carlos III prohibió la enseñanza de las tesis teológicas jesuíticas y prescribió otras; legisló sobre la reforma de la vida conventual, la exención de los religiosos, la catequesis, la administración de los bienes de las circunscripciones eclesiásticas (los diezmos, por ejemplo), etc. Incluso entró cuestiones estrictamente sacramentales, estableciendo, por ejemplo, un impedimento para la licitud de los matrimonios[9]. Dio, además, indicaciones precisas sobre los temas que debían tratarse en los cinco concilios provinciales que ordenó se celebrasen: México (1771), Manila (1771), Lima (1772), Charcas (1774-78) y Bogotá (1774).

Los planes de estudios de para las Facultades de Teología y los seminarios, elaborados en esos años, tienen unas características comunes, que conviene resaltar: primacía de la teología positiva, con un protagonismo notable del De locis theologicis de Melchor Cano; mayor atención a los estudios escriturísticos, a la historia de la Iglesia (tanto antigua como posterior), a la historia de los concilios y a la instrucción litúrgica; prohibición de los autores jesuitas (no sólo dogmáticos sino también moralistas); recomendación de los teólogos italianos Juan Lorenzo Berti, agustino, y Daniel Concina, dominico, integrantes del "tiers parti catholique", es decir, los de la vía media, contrapunto al frente antijansenista celante y radical; insistencia en la vuelta de San Agustín, leído desde una perspectiva rigorista, pero no tuciorista, y, sobre todo, en la recuperación de Tomás de Aquino, recibido a través del filtro de la baja escolástica y de la Escuela de Salamanca. Se aconseja, además, el estudio de canonistas moderadamente regalistas. Estas propuestas fueron, sin embargo, poco operativas, por la rápida decadencia de la teología americana en los años posteriores a la expulsión de los jesuitas. Con todo, conviene citar aquí algunos nombres: José Pérez Calama (en México y Ecuador), Francisco Eugenio Espejo (en Ecuador), Pablo Antonio José de Olavide (en Perú y España), y Toribio Rodríguez de Mendoza y Mariano Rivero (en el Perú).

Una vertiente interesante de la teología americana del siglo XVIII, quizá poco conocida, fue la polémica que los expulsos jesuitas hispanoamericanos mantuvieron en Italia con el tardojansenismo, tanto italiano como centroeuropeo. Escribieron, especialmente, contra las disposiciones del Sínodo de Pistoya, de 1786, sobre el cumplimiento del precepto dominical y la disciplina penitencial, la potestad de jurisdicción del Romano Pontífice, el culto a las imágenes, las devociones populares, las relaciones entre la gracia y la libertad, etc. Entre tales expulsos merecen destacarse, por la calidad de sus obras, el mexicano Manuel Mariano de Iturriaga y el chileno Diego José Fuenzalida. Otros expulsos no destacaron tanto por su actitud polemista, sino por sus escritos más creativos, como el mexicano Andrés de Guevara, el ecuatoriano Juan Bautista Aguirre, el mexicano Pedro José Márquez o el español, aunque recriado en el Río de la Plata, Domingo Muriel, buen etnógrafo y jurista. El mexicano Francisco José Alegre publicó póstumamente una impresionante dogmática.

7. Conclusiones

¿Qué subrayados advertimos en la teología latinoamericana del ciclo colonial, que le confieren una coloración propia? Muchos e importantes.

Comencemos por los temas de teología fundamental.

1. La polémica sobre la capacidad de los indígenas para la vida sacramental, dio pie a muchas precisiones teológicas. Quedó claro que prevalece siempre el derecho natural, y que, por tanto, se precisa la autorización paterna en todo caso, incluso en peligro de muerte, para la lícita administración del bautismo a los niños[10].

2. Quedó también establecido que el derecho de posesión no decae por las convicciones religiosas, pues el derecho a la propiedad es fundamental. En la diatriba sobre los justos títulos de conquista, los americanos matizaron más todavía las propuestas de la Escuela de Salamanca. Las explicaciones de Alonso de la Vera Cruz, que había sido discípulo de Francisco de Vitoria, constituyen un hito difícilmente superable.

3. En la cuestión de la encomienda indiana, la presión de la teología profética americana fue decisiva para la aprobación de las leyes de Burgos (1512) y, sobre todo, en la abolición de la encomienda por las leyes nuevas de 1542. En este contexto convendría revisar una interpretación un tanto simplista del sermón de Antonio de Montesinos, en diciembre de 1511, y de la bula Sublimis Deus de Pablo III (1537), solicitada por el obispo Julián Garcés. Se discutía entonces sobre la capacidad de los indígenas para ser evangelizados (una cuestión pastoral y, si se quiere, incluso dogmática); en ningún caso sobre la condición humana de los indígenas americanos, que nadie dudaba, puesto que los españoles se juntaban con las indias y procreaban de ellas con toda naturalidad… La famosa expresión de Montesinos: "¿Acaso no son hombres?", debe leerse en un contexto retórico. Era más bien una apelación a la caridad y a la misericordia, que una aclaración antropológica.

4. La doctrina sobre la soberanía popular fue un contrapeso a la tesis del poder absoluto de los soberanos, recibido directamente de Dios. Los americanos se acogieron en este punto a la tesis del origen divino indirecto, enseñada por Francisco Suárez y Juan de Mariana. En esto estriba el origen de bastantes conflictos con las autoridades virreinales, no sólo en tiempos de los Borbones, sino ya en los años de los Austrias.

5. También en polémica con el regalismo jansenista, la Iglesia en Indias discutió la capacidad de la autoridad civil para imponer impedimentos impedientes (por así decir) al matrimonio, o sea, cláusulas que hacían ilícitas algunas nupcias, como fue el caso de la exigencia de la autorización paterna para matrimonios de gran desigualdad social. El episcopado latinoamericano, aun comprendiendo las razones de tal impedimento, peleó contra su imposición, fomentando, de este modo, la mezcla de los distintos estamentos sociales y la relación intercultural e interracial.

En cuestiones de gracia y sacramentos:

6. Frente al parecer de algunos teólogos de Salamanca, los americanos insistieron en que la mediación de Cristo es única y necesaria para la salvación, hic et nunc. Por consiguiente, los indígenas debían ser instruidos sobre la mediación de Cristo. Los sacramentos de la iniciación cristiana eran un remedio, no un premio. Por consiguiente, no había que dilatar excesivamente el bautismo, había que admitir a los indígenas a la confesión (aunque asegurando, en lo posible, la integridad formal de la materia) y no debían ser excluidos de la Eucaristía. En la preparación de los adultos para el bautismo se generalizó una vía media, entre las exigencias de la Escuela de Salamanca y las pretensiones de los minoritas franciscanos.

7. El matrimonio de los indígenas no bautizados fue considerado legítimo (si mediaba la expresión del consentimiento). En este contexto, el privilegio petrino fue una conquista canónico-pastoral de la evangelización americana[11]. Al principio, y sólo por prudencia pastoral, no se consideró idóneos a los indígenas para la ordenación in sacris, por ser demasiado nuevos, con ciertas vacilaciones con relación a los mestizos. Posteriormente, esta reserva, impuesta sobre todo por Felipe II, fue decayendo, aunque se hizo crónico el déficit de sacerdotes autóctonos en el clero secular americano.

Pasemos ahora a la eclesiología.

8. Desde tiempos de Sixto V (1587) la Santa Sede había determinado que los decretos de los concilios provinciales debían ser aprobados por la Sede Apostólica. La polémica sobre la convocatoria, presidencia y aprobación final de los concilios provinciales americanos pasó por distintas etapas. Las dificultades fueron extremas en tiempos de Felipe III, de modo que casi se abandonó por completo esa vía de reforma. En tiempos de Carlos III se recuperó la vía conciliar. La convocatoria concilios se consideró, apelando a la tradición visigoda hispánica, como una de las regalías de la corona. Finalmente, y a pesar de las presiones de las autoridades virreinales, triunfó el buen sentido. La communio ecclesiastica, nunca perdida, pero sí discutida se impuso por completo. La romanidad ha sido una de las características del hacer teológico latinoamericano.

9. La recepción de Trento en América provocó un debate eclesiológico de gran calado sobre los que podríamos denominar "modelos de organización eclesiástica". Fue la confrontación entre lo que la americanística ha denominado (quizá con poca precisión teológica) "iglesia regular" versus "iglesia diocesana". En este tema incidió la apuesta del patronato regio por la "diocesanización", promovida por varias vías: secularización de las doctrinas, implantación del seminario conciliar, discusión de las exenciones de los regulares y, como medida extrema, extrañamiento de los jesuitas.

Por último la piedad popular.

10. En polémica con el jansenismo, en la segunda mitad del siglo XVII y sobre todo en el siglo XVIII asistimos a un importante desarrollo de las devociones populares (procesiones, celebración de los santos, novenas) y de la veneración de las imágenes. La piedad popular constituye uno de los timbres de gloria de la teología latinoamericana.

***

¿Qué concluir después de tantos datos y afirmaciones, si es que algo debe concluirse? Nihil novum sub sole, al menos nada radicalmente nuevo durante estos tres primeros siglos, pero muchos pequeños progresos que llevan la impronta latinoamericana. Esta es la grandeza de la ciencia teológica y, al mismo tiempo, su servidumbre: la teología no procede a saltos; no hace grandes descubrimientos de la noche a la mañana; va despacio, con calma, sacando de su tesoro, que es el depósito de la Revelación, cosas nuevas y añejas, como el escriba docto y bueno del evangelio de San Mateo (Mt. 13,52).


Josep-Ignasi Saranyana
Universidad de Navarra
Instituto de Historia de la Iglesia
E-31080 Pamplona
saranyana@unav.es

[1] Cfr. Josep-Ignasi SARANYANA (dir.) – Carmen-José ALEJOS GRAU (coord.), Teología en América Latina, Iberoamericana – Vervuert, Madrid – Frankfurt 1999, 2002, 2005, 3 vols. El cuarto y último volumen está en preparación.
[2] Carlos BEORLEGUI, Historia del pensamiento filosófico latinoamericano. Una búsqueda de la identidad, Publicaciones de la Universidad de Deusto, Bilbao 2004, p. 25.
[3] Me ocupé de esta cuestión (la posibilidad de una teología genuinamente latinoamericana) en un largo ensayo incluido en mi libro: Historia de la teología latinoamericana, Eunate, Pamplona 1996, cap. I, passim.
[4] Las diócesis americanas dependieron de Sevilla hasta 1546. El 12 de febrero de 1546 fueron erigidas las tres primeras provincias eclesiásticas americanas: Santo Domingo, México y Lima. Cfr. las bulas en Josef METZLER (ed.), America Pontificia, Librería Editrice Vaticana, Città del Vaticano, I, pp. 520-523, 523-526, 526-528.
[5] Cfr. mi volumen Teología profética americana, Eunsa, Pamplona 1991.
[6] Cfr. las Constituções Primeiras do Arcebispado da Bahia, aprobadas en el Sínodo de Salvador Bahía, de 1707, por el arzobispo Sebastião Monteiro da Vide.
[7] Esclavo afecto a una heredad y que no se desligaba de ella al cambiar de dueño.
[8] Prescindamos ahora de los nombres de entonces, si coinciden con los de ahora, si ha habido continuidad o refundación posterior y si hubo pleitos entre ellas.
[9] Una pragmática de Carlos III de 1776 (ley IX de la Novísima Recopilación) prohibió a los súbditos menores de veinticinco años contraer matrimonio sin consentimiento de los padres, en caso de notable desigualdad social de los contrayentes. Esta ley no se aplicó a América hasta 1778, pero revela el intervensionismo carolino en un ámbito hasta entonces sólo regulado por la Iglesia. Parece que el rey deseaba proteger los estamentos establecidos, evitando cruces indeseados por los progenitores y que los obispos ilustrados respiraban en la misma dirección.
[10] Esta tesis un tanto extrema, de origen escotista, ha sido posteriormente matizada por la disciplina canónica, señalando que en peligro extremo de muerte prevalece el bien sobrenatural del niño sobre la patria potestad de los padres.
[11] El privilegio petrino se aplicaba a los casos de poligamia (normalmente poliginia), en caso de bautismo del polígamo.